Volver al pueblo, regresar
para vivir y adoptar las horas como algo que se mide con las carcajadas. Ahí
donde los días no existen y se puede uno subir a un poste o ver a los niños
subirse a un poste y bailar mientras caen.
Volver al pueblo y ver
montañas azules, una tras otra como un eco que contribuye al balance y a la
primavera. Grutas y panteones y piedras verdes que se aparecen súbitamente,
llamando a veces a los pies, llamando a veces a un encuentro.
Volver al pueblo y ver la
locura pelona de los hombres que rugen en la oscuridad y de la oscuridad que
ruge por sí sola. Volver al pueblo y adentrarse en las nubes que cubren a las
orquídeas y a los pájaros de madera.
Volver y descubrir la
medicina de las mujeres que parecen viejas. Volverse fuerte entre las tormentas,
mover la tierra y navegar por los espacios que habitan junto al río.
Volver al pueblo, rebosar
entre la sopa y el huevo, entre el maíz, entre el yolixpa y el pan dulce,
despertar entre los bailes y las sombras que murmuran mientras observan como madres cariñosas.
Volver al pueblo para
volverme una mariposa azul que acompaña a los extraños, volver para encontrar
al grillo que canta a las seis de la mañana, volver para ser el colibrí
tranquilo que abre los ojos muy despacio.
Volver a desnudar las tumbas
y sacrificar gallinas para clavarme en la tierra. Ahí donde los arrullos de las palomas brotan
en mi cabeza y me siento acompañada.
Volver para conocer a los
gusanos que habitan en los hombros como una mochila de amigos que no dejan
marchitar al campo.
Volver al pueblo y hundirse
con los amaneceres que lo acompañan y lo descubren como si suavemente le
quitaran una sábana.
Volver para morir y ser
adorno cuando se encienda el más íntimo poema que el cielo regala.
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