Un arrebato de desesperación, de soledad, de demasiada
calma, la hizo tomar un cuchillo y empezar a despellejarse las mejillas y la
frente. Se colocó en la parte más alta del cuarto.
-Un trapo arrastrado
por un viento denso. Parecía. Aparecía. Desaparecía.-
Ni en la cama ni en la silla, sino en el librero, se colocó
en cuclillas.
La sangre le escurría como llanto o como lluvia, y sus manos
llenas de angustia se frotaban el rostro con firmeza, con furia, con fuego.
Nadie llegaría a ese lugar nunca más, era un hecho. Nadie
tocaría esa sangre ni vería la cascada oscura y hermosa que corría por los
libros.
-Los recovecos le daban forma al río rojo.-
Tanto color y ella tan gris por dentro. Tanto amor y ella odiándolo
todo. Y odiaba sus ropas y se las quitó; y odiaba su pelo y se lo arrancó;
odiaba su boca y se la cosió, pero más que nada, odiaba su culpa… y se perdonó.
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