Lo alejé, lo alejé, se alejó. No enojado, ni triste, ni
amargo, solo solo y sin calcetines. Me mordí de inmediato las uñas. No
arrepentida, ni asustada, ni dulce, me mordí parada en medio de la calle con un
paragüas dorado. Se mudó de casa y dejó sus cosas, dejó sus ojos también. Dijo
que no los necesitaba, que con sus oídos bastaba. No lo dijo por vergüenza, ni
por desprecio, solo llegó el momento en el que se arrepintió y quiso volver por
ellos. Pero yo ya me los había comido. No por hambre, ni por venganza, ni por
tener otro par. Los comí porque no tenía coles para hacerme un caldo. El error,
el único error, fue que nunca me pude encontrar yo misma, no por la oscuridad,
ni por tanta agua, sino porque sus ojos ya no existen.
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