Se acurrucó en su cama mientras temblaba. Tendió dos cobijas
más, las que pone uno al borde de la cama por si a mitad de la oscuridad le
agarra a uno el frío, y se hizo bola. Le
dolían los pechos de la forma en la que solo a las mujeres les pueden doler,
como si hiciera un frío monumental y una falta de abrigo o de brassiere. Pero
no hacía frío, eran a penas las 12:56 pm y el termómetro de la casa marcaba 27º.
Pero le ardían, ¡se le incendiaban los pechos! Desde pequeña se sintió defectuosa
pero en ese momento más que nunca. Las tetas saben cosas distintas a las demás
partes del cuerpo. Agarró su almohada y se la juntó al torso para probar si así
dispersaba esa terrible sensación. Todo igual. Se frotó las manos, se echó baho
y las metió por entre su vestido de flores y se tocó. Ya no eran pechos, sino
rocas. Quiso gritar de espanto pero su lengua le pesó demasiado, se la tocó y estaba
rígida y sintió el peso de su cuerpo sobre el colchón: excesivo. Pasó sus manos
por las cobijas que tenían una consistencia de hojas de eucalipto y las recorrió
por todo su cuerpo, todo era tan duro y sospechoso que decidió hacerse un té y
llamar al doctor, pero cuando intentó pararse no pudo y cuando intento abrir
los ojos lo mismo. No veía nada más que la oscuridad grisácea que los párpados
permiten. Intentó calmarse y recordar lo que había echo antes de toda esa
desastrosa tarde. Lo descubrió y se sintió tranquila y entendió todo y siguió
durmiendo.
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