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jueves, 28 de junio de 2012

Gota.


Yo no entiendo por qué la lluvia no se queda allá arriba, en sus camas de nubes, o por qué no cae solo en los mares y ríos limpios, o en cubetas vacías. En vez de eso, las gotas se suicidan de una manera terrible, absurda, estúpida: se azotan contra el asfalto, contra los carros o los techos picudos, se destrozan y se pierden para siempre. Sí, ya sé que dirán, el agua eventualmente se evapora, sube de nuevo al cielo en forma de gas y todo es un ciclo, bla bla bla…, a todos les enseñaron eso en la primaria, pero ¿eso les hace poder afirmar que es verdad? Yo no estaría tan segura y si es que vuelve a subir, ya no es la misma.
Creo que las gotas que deciden bajar velozmente en la ciudad, son estúpidas. Tal vez puedo entender cuando vienen en grupo, como un ejército de soldados que vienen con el propósito de masacrar hormigas o bichitos pequeños (tal vez esa guerra les divierte mucho); me refiero más a las que caen solas, a esas imbéciles que se avientan cuando todavía las otras duermen , malditas atrabancadas miserables, quieren ser siempre las primeras, las heroínas, las que abren el paso a las demás, las anunciadoras de lluvia, pero no se dan cuenta de que fácilmente las pueden confundir con un gargajo o con pipí de algún pajarillo que pasaba sobre la cabeza de alguien. Me molesta mucho su arrogancia. Otras que no me agradan y me dan lástima, son esa babosas que creen calcular a la perfección el lugar donde van a caer, visualizan un blanco perfecto (dependiendo su gusto y su objetivo), se lanzan y justo antes de caer pasa un carro, o un perro, o una bicicleta o el viento las empuja a otro destino muy diferente y nunca llegaron a donde querían. En cambio, me parecen maravillosas las gotas que no se preocupan, las gotas libres que se tiran solas o con otras, que prefieren el campo o la selva, pero si les toca caer en la ciudad no se lamentan, que bajan danzando lentamente y disfrutan la caída. Sí sí, yo las sé distinguir muy bien; casi siempre son las gotas de agua más vieja las que caen así, despacio, sin ningún anhelo más que viajar y bailar…
Yo me considero una gota observadora, no tengo planes de bajar a la tierra en ningún momento, he pasado en esta nube más de 2 años, he viajado con vista de primera clase desde Londres hasta la Sierra Lacandona, pasando por lugares tan sublimes que nadie lo entendería. La cuestión aquí es que ya me están corriendo de este hotel de mil estrellas, de esta cama de algodón, de este patio de ángeles, y no me quiero ir. Me rehúso a irme, aún sabiendo que soy la última y que me llamen cobarde. ¡Cobardes ellas que se suicidan a la menor oportunidad! Yo no quiero morir, no quiero mezclarme con el agua salada y la pipí de pez, con los ríos llenos de basura o acabar en el escusado de alguien; menos aún en la cabeza sudada de algún futbolista, ni quiero ser cruel cayendo en la ropa tendida y seca de alguna pobre persona. Sin embargo se que no tengo mucho tiempo. “A todas les toca”, me dijo el otro día mi nube, “y si no te avientas te voy a empujar”. Nunca pensé en un destino especial en el cual fundirme, mucho menos al ver en los desgraciados puntos en donde han muerto las demás.

Mi nube se sacude cada vez más fuerte, se golpea con otras para que me asuste y salte. Es difícil aferrarse a algo tan suave y transparente, es triste sentirme empujada por un lugar querido, por una amiga que ya no me pretende cerca. Es difícil aceptar que no falta nada, que me va a tocar...

Siento el tiempo.
Siento y tiemblo.
Todas tiemblan.
Todas van cayendo.
“No te aferres”
Me despido, agradezco y caigo lento.
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Caigo y danzo.
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No voy corriendo.
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Soy un pájaro por un momento.
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Grito y río y se va el miedo.
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Mi destino es el misterio.
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