Le piden que recoja a su abuela del
trabajo. Su abuela aún trabaja en un hospital que está casi en el
centro de la ciudad, un hospital del gobierno que está en paro por
falta de pagos. La abuela le cuenta eso en el camino, le explica,
como si ella siguiera teniendo seis años, que el último gobernador
del estado robó mucho dinero, que, para que le hicieran un préstamo
grande antes de irse, hizo que todos los trabajadores del sindicato
se cambiaran de banco, hizo que firmaran muchos papeles sin explicar
de qué se trataba, pero que al final un ejecutivo del hospital
impidió que sucediera ese espantoso acto. Platican un poco
sobre las huelgas, los hospitales y las escuelas.
Le pide la abuela a la nieta que le
cuente cómo está. Ella responde positivamente pero no puede dejar
de pensar en el aspecto de la abuela. Su abuela nació con un ojo
disparatado, un ojo loco, un ojo que como buen rebelde, se dirige a
la dirección no establecida. Y, extrañamente, a diferencia de
cualquier otra persona visca, el ojo loco de su abuela le da un
aspecto confiable, amigable, hasta tierno. Su abuela se alegra de que
ella está bien, de que su padre y sus hermanas están bien, se
alegra, más que nada, de que hay sinceridad en las palabras de la
nieta.
Se ven seguido, pero parece que no
platicaban hace tiempo.
Su abuela le abre el portón mientras
ella alinea el carro para meterlo a la cochera, cruza como un venado
indefenso pero feliz que se queda unos minutos observando la luz de
los faros y pone una mano delante, como si la nieta fuera capaz de no
verla o de querer atropellarla.
La nieta, sintiendo caliente el
corazón, sonríe. Mete el carro y cierran juntas el portón.
Antes de entrar a la casa, las dos se
agradecen todo, bajo la luz nocturna, con una mirada loca, una
mirada de amor.
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