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jueves, 6 de septiembre de 2012

La abuela.


Le piden que recoja a su abuela del trabajo. Su abuela aún trabaja en un hospital que está casi en el centro de la ciudad, un hospital del gobierno que está en paro por falta de pagos. La abuela le cuenta eso en el camino, le explica, como si ella siguiera teniendo seis años, que el último gobernador del estado robó mucho dinero, que, para que le hicieran un préstamo grande antes de irse, hizo que todos los trabajadores del sindicato se cambiaran de banco, hizo que firmaran muchos papeles sin explicar de qué se trataba, pero que al final un ejecutivo del hospital impidió que sucediera ese espantoso acto. Platican un poco sobre las huelgas, los hospitales y las escuelas.
Le pide la abuela a la nieta que le cuente cómo está. Ella responde positivamente pero no puede dejar de pensar en el aspecto de la abuela. Su abuela nació con un ojo disparatado, un ojo loco, un ojo que como buen rebelde, se dirige a la dirección no establecida. Y, extrañamente, a diferencia de cualquier otra persona visca, el ojo loco de su abuela le da un aspecto confiable, amigable, hasta tierno. Su abuela se alegra de que ella está bien, de que su padre y sus hermanas están bien, se alegra, más que nada, de que hay sinceridad en las palabras de la nieta.
Se ven seguido, pero parece que no platicaban hace tiempo.
Su abuela le abre el portón mientras ella alinea el carro para meterlo a la cochera, cruza como un venado indefenso pero feliz que se queda unos minutos observando la luz de los faros y pone una mano delante, como si la nieta fuera capaz de no verla o de querer atropellarla.
La nieta, sintiendo caliente el corazón, sonríe. Mete el carro y cierran juntas el portón.
Antes de entrar a la casa, las dos se agradecen todo, bajo la luz nocturna, con una mirada loca, una mirada de amor.  

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